Las canciones traen recuerdos. Cada vez que escucho esta canción, cuando suena su órgano del principio, no puedo evitar pensar en los veranos, aunque en ella se hable de otoño y es que siempre asociaré esta canción a los veranos de cuando yo era más niño aún..
Se acuerdan de los veranos de antes. Los verdaderos veranos, quellos veranos largos y calurosos. Duraban meses y el calor era intenso. Yo los recuerdo con mucho cariño. Aunque mi padre nunca ha sido maestro (de profesión) disfrutaba de unas vacaciones estivales casi como de profesor y ya en el mes de julio, partíamos todos en el pequeño Renault 5, color verde manzana, a pasar casi dos meses en el pueblo natal de mis padres, en Extremadura. El viaje siempre empezaba con mi padre regañando por lo cargado que ibamos, no contenta con llenar el maletero y la baca, llevaba mi madre los trajes para lucir en el día de la Virgen colgado de las ventanas del pequeño Renault. Así, como van ahora los moros en pateras, ibamos mi abuela, mi madre, mi padre, mis hermanos, yo y los trajes, por la antigua carretera de Extremadura. El viaje era largo, larguisimo, costaba horas salir de Madrid y más horas aún atravesar media peninsula, pasar un puerto, atravesar Talavera. Recuerdo la cerámica de Talavera colgada de las tiendas para atraer a los turistas, esos platos que siempre se me han antojado horrorosos. Todos ibamos con una ilusión especial, mi abuela porque a pesar de llevar años en Madrid, nunca salió del pueblo. Mis padres porque volvían a su casa y para mis hermanos y yo la ilusión de estar jugando hasta las tantas en la calle. El verano de aquel entonces era muy grande. Era el verdadero Verano. El viaje de seis horas o más, se hacía del tirón, sin paradas. Mis padres siempre han vivido con ese ansia. Nunca han sabido frenar para disfrutar del paisaje, y así seguirán.
La llegada la pueblo era todo algarabía, mis tías salían como abejas gitanas de una colmena y nos zumbaban los carrillos con miles de besos, abrazos, estás más gordo, estás más alto... Mi abuela, la del pueblo (la de Madrid siempre ha sido la yaya), salía alegre a por su hijo, sus nietos, la recuerdo sonriendo siempre, con su pelo ya blanco por aquel entonces y besuqueándonos la que más.
Lo primero que tengo en la cabeza de los largos días de aquellos veranos era la casa blanca con las puertas de madera pintada en verde de mi abuela, el patio enorme, con una cueva al fondo, el baño en el exterior, unas escaleras tortuosas que llevaban a un doblado. Las mañanas con un tazón de café con leche que sabía distinto. Todas las mujeres de la casa limpiando ajetreadamente a diario, tu el baño, yo la cocina, yo los dormitorios, todas se afanaban y te daban ordenes constantes para que fueras a hacer los recados. Era un fastidio, no poder irme a jugar todavía. Más tarde llegarían los Cuadernos Santillana, aquellos cuadernillos de ejercicios que mi abuela siempre venía a interrumpir. Mi madre me cambiaba de habitación para que la abuela no viniera a interrumpir, algo con lo que yo estaba encantado, claro. Siempre me preguntaba mi abuela qué estaba haciendo y en qué consistían todos aquellos garabatos y ejercicios. Mi madre muy en su papel de Señorita Rotemeyer, me hacía escapar de la charla de mi abuela para que me aburriera con sopor enfrascado en esos tontos cuadernillos, que aún recuerdo con mucho cariño. Años después, me enteré que mi abuela era la única de toda mi familia a la que le gustaba leer, y que había leido por el placer de leer. Era roja, muy roja, no le gustaba la Iglesia, y además años después me enteré de que en el pueblo tenía fama de culta y leída. Todo esto lo supe años después de que ella muriera, cuando se empezaron a despertar en mi las ganas de disfrutar de ella, pero uno no puede escoger el momento en que va aflorando la madurez.
Los días llenos de Sol, llenos de Luz y de mucho calor los pasabamos en la calle constantemente, entre recado y recado.Por las mañanas, comprar el pan (el pan de verdad), ir con la lechera a por la leche, a casa del carnicero; y por las tardes íbamos al río, aunque yo no me bañaba nunca por el agua era roja, por lo arcillosa de aquellas tierras, jugabamos en "la lancha roiza", una piedra enorme con forma de tobogán que era el terror de las madres. Cuántas tortas en la cara me he llevado por cargarme los pantalones, piedra abajo. "El Cancho Vilano" era una pequeña finca llena de piedras enormes, pasando de una a otra nos cogía la noche y nos ibamos a cenar. Primero cenaban los niños, que con mis primos sumábamos unos cuantos y después los mayores. Pero para la hora de la cena de los "padres" ya estabamos todos jugando en la calle de nuevo.
En los primeros recuerdo de las noches de aquellos veranos, me veo jugando muy tímidamente con niños de la calle, que eran de otros sitios, ninguno de allí. Forasteros nos llamaban los del pueblo. Poco a poco esos juegos, jugados a media asta por mi inseguridad y timidez, fueron dando paso a otros juegos, lejos ya de la casa de mi abuela. Empecé a conocer otros niños y niñas, jugabamos sin parar, me asustaba con las cigarras y salamandras que buscaban el calor de las farolas sobre las paredes de cal blanca. Siempre asustado por si me saltaban encima. Esas noches de calor, grillos y estrellas dieron paso a veladas más musicales, con un pequeño cassette en la calle hacíamos coreografías infantiles. La banda sonora de aquellos veranos la ponían Dinamita pa los pollos, Los Romeos, Gabinete Caligari, No me pises que llevo chanclas, Desiree, Modern Talking... Todos los grandes éxitos grabados en cintas piratas, que conseguíamos el martes en el mercadillo, entre batas de guata y zapatillas de franela. Qué calor hacía los martes en ese mercadillo. El paso de los años fue incluyendo un pequeño aperitivo a esos martes, que atrajo a muchos amigos, que aún conservo.
Las siestas siempre fastidiando en mitad del día. Los padres ansiosos por que llegara la hora muerta de las cuatro de la tarde, baile de zapatillas, allí cobraba hasta el más parao, porque nadie quería irse a la cama. Pero pa evitar ruidos durante la sagrada siesta, te ibas calentito a dormir, y cualquiera se movía. Mi abuelo, era el único que tenía potestad para saltarse la siesta, un poco por la figura imponente, como de águila real, que permanecía en la parte techada del patio, en las horas de la siesta. Con una mano aferraba firme el bastón y con la otra su preciado matamoscas, sus últimos años los pasó matando moscas y regalando garrotazos a los nietos, que ya no reconocía. Ajeno a todos estos males, todo lo que ahora pueda parecer duro o doloroso pasaba por mi lado, como algo raro, que no entendía, ni tenía el por qué. Como no entendía la conversaciones de mi madre y mis tías cuando cambiaban el pañal a mi abuelo, ni ese tono como misterioso y solemne, que le daban a la conversación.
Aquellos veranos empezaron a oler a quemado, lentamente vinieron las primeras incursiones nocturnas, los primeros calimochos con los amigos, más libertad, ya no sólo nos quedabamos en el pueblo, ibamos a las fiestas de los pueblos de al lado, a montar a caballo, a la piscina de la Comarca...Y empezó a oler a plástico. Aquellos largos veranos fueron envolviéndose en celofán, y sin transpirar se fueron encogiendo, envueltos en plástico.
Me gusta el plástico y por ello sigo disfrutando tanto de los veranos, pero aquellos veranos de recoger espárragos, de hincharme a queso asado en el campo, de cerdo, de siestas y de campo, tan grandes y espectaculares se quedaron dentro de mi. Los recuerdo no con nostalgia, sino con mucho cariño. Entrados en el mes de septiembre, nos volvíamos igual o más cargados que íbamos, con garrafas de aceitunas por todas partes, de camino a Madrid, mientras veía a lo lejos como el pueblo se iba cubriendo por la carretera, hasta perderlo de vista. Un verano al volver lloré, ¿por qué lloras? - Echo de menos a la abuela. Echaba de menos ese verano que tocaba a su fin, pero vendrían mucho más, grandes, inmensos, con el mismo sol y con mucho calor.
Os acordáis de aquéllos veranos? Seguro que no los recordáis con angustia, dolor ni melancolía, sino con la misma alegría que los viviamos, con la misma alegría que nos marchabamos todos juntos en el coche o en el tren, en el autobús hacia Jaén, Segovia, Asturias, Córdoba, Badajoz...o tal vez...camino Soria.
¿Qué suerte haberlos vivido, verdad?